LA LLAVE MÁGICA
- M.ª Amparo Gordillo
- 21 abr 2021
- 3 Min. de lectura
Cuando yo era pequeña, tuve un hada madrina. Nadie piense que esta confesión tiene nada de cuento o de fábula. Mi hada madrina existió realmente tal y como existen ahora y seguirán existiendo siempre hadas madrinas. Yo llamo así a las personas capaces de embellecer las modestas cosas de cada día poniendo en ellas amor e imaginación. Mi hada, se llamaba Margarita y no era joven ni alta ni rubia ni hermosa. No tenía hermosos vestidos ni vivía en un palacio pero fue capaz de hacerme un regalo inapreciable: Me enseñó a leer.
Durante su vida, desde muy joven, había sido sirvienta y, una de sus señoras le enseñó a leer bien y a escribir, menos bien. Sabía cortar y coser y hacer ganchillo porque era toda ella como una ventana luminosa y abierta dispuesta a recibir todo lo hermoso del mundo. También era un espejo que siempre sabía reflejar para los demás esa hermosura. Sus guisos sabían a gloria y más de una vez, comiendo un humilde plato de sus lentejas bíblicas por las cuales vendió Esaú su derecho de primogenitura. Ella me quería. Esto es algo que un niño siente en torno a sí como una atmósfera clara que le atrae y dentro de la cual se siente a gusto, Casi cada día, al volver del mercado, me traía un pequeño regalo. Una fruta, una flor, una estampa…
Así convertía nuestro primer encuentro del día en algo casi milagroso porque, al permitirme que registrara impaciente su cesta, me daba la impresión de que sólo había ido al mercado para comprar aquella pequeñez llena de ternura. Aprendí entonces que las primeras castañas no son fáciles de pelar, que si se frota la cáscara de una manzana con un trapo, ésta brilla como si fuera de cera… que los jacintos anuncian la Semana Santa… y, sobre todo, aprendí que no es preciso ser rica para dar. Yo era una niña de no buena salud y casi andaba por los siete años cuando fui a la escuela. Para entonces, ella me había enseñado a leer. Recuerdo que compró un libro pequeño y delgadito y luego otro y otro, creo que hasta tres. En el primero sólo venían las letras del abecedario. Las aprendí pronto porque ella era paciente y amable y hacía que nos riéramos juntas de mis inevitables tropiezos. Seguramente empecé a aprender un verano porque conservo la impresión agradable del fresquito que subía del suelo de ladrillos rojos recién aljofifado y el rayo de sol calándose por debajo de la cortina que colgaba en la puerta que daba al patio. Me hacía repetir muchas veces cada lección y, de pronto, un día se produjo el milagro. Vacilante, impresionada y casi sin creerlo, leí una página entera. Aún conservo su imagen sonriente moviendo los labios como si rezara. Supongo que estaba leyendo al mismo tiempo que yo. Poco después, ya en la escuela, tuve la suerte de encontrar maestros con verdadera vocación que supieron despertar la mía propia. Así, a los diez años ya había decidido ser maestra… y lo conseguí. Y confieso que nunca he sentido una emoción semejante a la que experimenté el día que recibí mí flamante título.
Si de algo estoy orgullosa en mi vida, es de haber podido, de poder transmitir, regalar, enseñar algo de lo mucho que me fue concedido cuando aprendí a leer. Ahora, me siento agradecida de poder contribuir con esta modesta colaboración a la celebración del centenario de este entrañable Centro Obrero que ya es veterano en el ejercicio de abrir camino hacia un mundo, siempre en evolución sin perder sus raíces: el mundo de la Cultura y de la comunicación. Porque pienso que ese es el único camino para alcanzar la verdadera libertad del individuo que conduce, a su vez, hacia la auténtica libertad y grandeza de los pueblos.
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